ESQUILO
PARA DEMÓCRATAS
Caracas,
2 de julio 2022
Por
Mariano Nava Contreras / PRODAVINCI
“En su
clásico estudio La tragedia
griega (Stuttgart, 1938), Albin Leski dice que la
“esencia de lo trágico” consiste en una situación que no permite ninguna
solución.
Basándose en unas palabras
que al parecer Goethe dirigió al canciller von Müller en 1824, Leski dice que
“todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan
pronto la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma”.
Para Leski, rizando el
rizo y llevando al extremo las palabras de Goethe, esta concepción define una
“visión trágica del mundo”, cuyas consecuencias para una idea de la existencia
misma podemos rastrear en Nietzsche y Unamuno, y quizás en la
angustia existencial de Sartre. Ya Nietzsche decía que “la tragedia griega
murió suicidándose, a consecuencia de un conflicto insoluble, es decir, de manera
trágica”.
Para Unamuno, lo trágico
comporta una esencia paradójica, una contradicción insalvable entre el impulso
de sobrevivir y la realidad concreta de la muerte: “solo vivimos de
contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia es
perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es
contradicción”. También para Leski la concepción trágica de la existencia
“define la posibilidad de relacionarnos con nuestro propio mundo”, lo que lleva
a una “visión radicalmente trágica”. Aquí reside, para el filólogo austríaco,
la conciencia del héroe trágico, la razón por la que acepta su destino, lo que
determina la “dignidad de su caída”.
Es claro que esta
concepción ignora la existencia de la trilogía, y llama la atención el que un
helenista tan avisado haya obviado este argumento principal. Sabemos en efecto
que algunas de las tragedias que hoy conocemos, especialmente las más antiguas,
formaban parte de una trilogía, estructura de tres tragedias más un drama de
sátiros, género a caballo entre lo trágico y lo cómico.
Era así como se
presentaban las tragedias en los certámenes atenienses. Las obras estaban
interconectadas en torno a la historia de un héroe y un argumento.
Conocemos la existencia de un Prometeo portador del fuego y
un Prometeo
liberado que acompañaban al Prometeo encadenado, componiendo
una trilogía sobre el titán filántropo, una hipotética Prometeia atribuida
a Esquilo. Solo
se conserva un fragmento del Prometeo portador del fuego en
las Noches
Áticas de Aulo Gelio, que data del siglo II.
En cuanto al Prometeo
liberado, es tradición que Cicerón la tradujo al latín, si
bien esta traducción no ha llegado hasta nosotros. En la obra, el Titán cuenta
cómo Heracles lo liberó de la roca a la que estaba encadenado en el Cáucaso,
después de haberlo ayudado diciéndole cómo llegar al Jardín de las Hespérides.
Solamente por el nombre de
algunas tragedias es evidente que su final no tenía que ser necesariamente
“trágico”, al menos en el modo en que lo entendían Leski y los románticos alemanes.
Es perfectamente posible el que muchas tragedias, tal y como las conoció el
público ateniense de la época clásica, no solo no terminaran trágicamente, sino
que incluso tuvieran lo que hoy llamaríamos un “final feliz”.
En realidad, tragôdía significa
“el canto del macho cabrío”, en alusión a la piel con que se cubrían los
primeros cantantes de las procesiones dedicadas a Dionisos, que dieron origen
al teatro. La palabra, pues, estaba desprovista de la connotación “trágica” que
hoy tiene. Mientras tanto, muchos prefieren seguir repitiendo los
rebuscados argumentos de los románticos alemanes del siglo XIX.
Hasta nosotros ha llegado
una trilogía completa, la Orestíada, también de
Esquilo. Está compuesta por tres tragedias, Agamenón, Coéforas y Euménides, más
un drama de sátiros, Proteo, que no se
conservó. Como señala su nombre, la Orestíada se articula
en torno a la figura de Orestes. En Agamenón el rey regresa
a su palacio en Argos después de diez años de ausencia luchando en Troya. La
reina Clitemnestra y su amante Egisto, primo del rey, desean asesinarle, él
porque codicia su trono, ella en venganza por la muerte de su hija Ifigenia. La
pareja consuma el plan, tendiendo una trampa a Agamenón.
En Coéforas se
cuenta la venganza de Electra y Orestes, quien ha vuelto a Argos a la muerte de
su padre. Ambos deciden matar a Egisto, pero también a su propia madre,
Clitemnestra. Antes de morir, la reina invoca a las furias, las Coéforas, unas
perras negras de ojos refulgentes, para que persigan a Orestes.
En Euménides se cuenta cómo un
Orestes enloquecido vaga por caminos y montes, huyendo de las Coéforas.
Entonces Apolo se apiada de él y, con la anuencia de Atenea, lo traslada a
Atenas, donde un jurado decidirá si merece su tormento o por el
contrario merece ser purificado de su crimen y recuperar la cordura. El
juicio se llevará a cabo en el Areópago, la mítica roca frente a la Acrópolis
donde los atenienses celebraban sus juicios y decidían la guerra. Gracias a
Atenea y Apolo, Orestes finalmente es absuelto. Las terribles Coéforas se
han convertido en Euménides, “benévolas”.
La Orestíada se
representó por primera vez en las Grandes Dionisíacas del año 458 a.C., treinta
y dos años después de la victoria de Maratón y veintidós de la de Salamina.
Atenas se encontraba en pleno ascenso de su poder. Cuatro años antes el líder
demócrata Efialtes había iniciado una serie de reformas destinadas a limitar el
poder del Areópago, tradicional bastión de la oligarquía conservadora. Efialtes
solo dejó al Areópago jurisdicción, precisamente, sobre homicidios personales y
crímenes religiosos. Estas reformas fueron continuadas por su sucesor Pericles,
quien se aseguró de que las clases populares tuvieran acceso a las
magistraturas.
Siempre me llamó la
atención el juicio de la escena final de la Orestíada, cuando
Orestes queda liberado de sus culpas. Y siempre he pensado en el impacto que
debió significar para el espectador ateniense el ver a sus dioses comportándose
como ellos mismos en sus pleitos, acusándose y defendiéndose, argumentando,
votando, sometiéndose a la justicia.
Más allá de las
circunstancias y de la evidente propaganda política, el gran tema de la Orestíada es
la justicia, esa piedra fundamental sin la que la polis es imposible. ¿Hasta
qué punto la venganza es justa? ¿Cómo se puede construir una verdadera sociedad
basada en la venganza y el rencor?
La Orestíada marca
un camino que va desde la justicia primitiva, thêmis, a la justicia
racional, díke, que solo puede desarrollarse en el
contexto de una sociedad democrática. Dos tiempos y dos espacios opuestos,
no es gratuito que la escena se traslade desde la arcaica Argos a la pujante y
democrática Atenas. Tampoco es gratuito el que la nueva justicia esté
patrocinada por Atenea, la diosa protectora de la ciudad, y Apolo, dios de la
razón y del orden, de las artes y de las ciencias, al que se consagran las
Musas.
Como dijo Solón el
Ateniense en un conocido poema, son los dioses los que dan las leyes, nómoi, a
los hombres. De ellas depende el orden, kósmos, y el buen
gobierno, eunomía. De una profundidad psicológica
pasmosa, pero también de un contenido político evidente, el doloroso viaje de
liberación de Orestes, viaje de salvación perseguido por sus monstruos
interiores, de
Argos a Atenas, es también un viaje del instinto a la razón, de la opresión a
la libertad, de la barbarie a la civilización, del despotismo a la democracia.”